lunes, 4 de septiembre de 2017

El alma estéril y la muerte


La cita en la terraza del café estaba prevista para el mediodía. Allí, sólo paciente en la apariencia, está sentado el escritor inadaptado que aguarda la llegada de ese alguien con quien espera compartir su último trabajo literario. Es sólo la adaptación de un clásico; nada nuevo, algo poco audaz, una vieja historia reciclada para que los nuevos estómagos puedan digerirla sin demasiada dificultad. Con todo, él está satisfecho con el resultado y, mientras los minutos de espera apuran el café que está tomando, una y otra vez mira el dibujo que aparece en el exterior del manuscrito: un príncipe que es juguete de la fortuna clava su mirada en la máscara que representa a la muerte.

John es quien debería haber llegado ya al café, aunque se retrasa. El escritor, ajeno a la vibrante existencia que envuelve a los que no observan la vida, como hace él, sino que la viven, imagina varios motivos que fácilmente podrían justificar la demora. Figurarse esas posibles razones no es un ejercicio sencillo para él, alma estéril que forjó su propia condenación desde el mismo momento en que, abrumado por la inmensa riqueza de los sucesos cotidianos, en vez de vivir eligió narrar para comprender. Abrumado no es un término acertado; puede que derrotado describa mejor su situación. Eso es, un mortal derrotado, la condición lógica de quienes osan saltarse las reglas que Cronos ha impuesto.
Lo cierto es que John llegó, y nuestro hombre hizo lo que tan imperfectamente sabía hacer: analizar lo que tenía frente a él, que era otro escritor. Ambos escriben, pero no son de la misma especie. Proceden de limbos diferentes. A los ojos de quien está sentado frente a él, John no parecía ser un autor convencional, si bien no podía jurarlo, pues no había tenido oportunidad de leer ningún texto suyo. Sospechaba que sería involuntariamente sofisticado, pero no artificial.
Desde las ramas del árbol de su destierro, el alma estéril lo observa con catalejo; escucha con atención lo que aquel ser habla. Considera cada gesto que contempla con la misma curiosidad y rigor con los que se anota la sorprendente evolución de las especies…
Habría sido muy fácil idealizar las conclusiones de aquella charla con John, pero se conformaría con acentuar las evidentes deficiencias que distinguen al mero observador de aquel otro sujeto que vive fructíferamente.
Y, sin embargo, disfrutaba de la conversación. Mientras se intercambian palabras, el tipo del catalejo piensa en qué circunstancias habrían causado dolor o miedo a John. ¿Qué le provocaría placer? ¿Qué trenes habrá perdido durante los últimos años? ¿Cómo se llama la estación a la que pretende dirigirse en la vida?
John toma el manuscrito y observa el dibujo; no dice nada sobre él. Sigue hablando y escuchando mientras la melodía interna del ser inadaptado fluye oculta. Así debe ser, imperceptible; sin que el dialogador conozca qué dos pensamientos acaban de nacer en la mente del condenado. Pensamientos que se intercalan con las voces. ¿Quieres ser mi amante?, le pregunta en silencio. Sí, que si quieres ser mi amante, le repite. La conversación de los dos conocidos llega a su fin.
Entretanto, el segundo pensamiento asoma y añade al anterior: Quiero vivir la vida. John se levanta; tiene prisa. Mira el dibujo de la primera página del manuscrito.
-Yo soy la muerte –dice. En efecto, involuntariamente sofisticado, pero no artificial.
Se despiden. Se guarda el catalejo. Y John vuelve a pasearse por la vida, mientras el alma estéril le toma la palabra para hacer realidad el empeño de ambos: sin que la muerte lo pretendiese, éste iría a su encuentro final.

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