La cita en la terraza del café estaba prevista para
el mediodía. Allí, sólo paciente en la apariencia, está sentado el escritor
inadaptado que aguarda la llegada de ese alguien con quien espera compartir su
último trabajo literario. Es sólo la adaptación de un clásico; nada nuevo, algo
poco audaz, una vieja historia reciclada para que los nuevos estómagos puedan
digerirla sin demasiada dificultad. Con todo, él está satisfecho con el
resultado y, mientras los minutos de espera apuran el café que está tomando,
una y otra vez mira el dibujo que aparece en el exterior del manuscrito: un
príncipe que es juguete de la fortuna clava su mirada en la máscara que
representa a la muerte.
John es quien debería haber llegado ya al café,
aunque se retrasa. El escritor, ajeno a la vibrante existencia que envuelve a
los que no observan la vida, como hace él, sino que la viven, imagina varios
motivos que fácilmente podrían justificar la demora. Figurarse esas posibles
razones no es un ejercicio sencillo para él, alma estéril que forjó su propia
condenación desde el mismo momento en que, abrumado por la inmensa riqueza de
los sucesos cotidianos, en vez de vivir eligió narrar para comprender. Abrumado
no es un término acertado; puede que derrotado describa mejor su situación. Eso
es, un mortal derrotado, la condición lógica de quienes osan saltarse las
reglas que Cronos ha impuesto.
Lo cierto es que John llegó, y nuestro hombre hizo
lo que tan imperfectamente sabía hacer: analizar lo que tenía frente a él, que
era otro escritor. Ambos escriben, pero no son de la misma especie. Proceden de
limbos diferentes. A los ojos de quien está sentado frente a él, John no
parecía ser un autor convencional, si bien no podía jurarlo, pues no había
tenido oportunidad de leer ningún texto suyo. Sospechaba que sería
involuntariamente sofisticado, pero no artificial.
Desde las ramas del árbol de su destierro, el alma
estéril lo observa con catalejo; escucha con atención lo que aquel ser habla.
Considera cada gesto que contempla con la misma curiosidad y rigor con los que
se anota la sorprendente evolución de las especies…
Habría sido muy fácil idealizar las conclusiones de
aquella charla con John, pero se conformaría con acentuar las evidentes
deficiencias que distinguen al mero observador de aquel otro sujeto que vive
fructíferamente.
Y, sin embargo, disfrutaba de la conversación.
Mientras se intercambian palabras, el tipo del catalejo piensa en qué
circunstancias habrían causado dolor o miedo a John. ¿Qué le provocaría placer?
¿Qué trenes habrá perdido durante los últimos años? ¿Cómo se llama la estación
a la que pretende dirigirse en la vida?
John toma el manuscrito y observa el dibujo; no dice
nada sobre él. Sigue hablando y escuchando mientras la melodía interna del ser
inadaptado fluye oculta. Así debe ser, imperceptible; sin que el dialogador
conozca qué dos pensamientos acaban de nacer en la mente del condenado.
Pensamientos que se intercalan con las voces. ¿Quieres ser mi amante?, le
pregunta en silencio. Sí, que si quieres ser mi amante, le repite. La
conversación de los dos conocidos llega a su fin.
Entretanto, el segundo pensamiento asoma y añade al
anterior: Quiero vivir la vida. John se levanta; tiene prisa. Mira el dibujo de
la primera página del manuscrito.
-Yo soy la muerte –dice. En efecto,
involuntariamente sofisticado, pero no artificial.
Se despiden. Se guarda el catalejo. Y John vuelve a
pasearse por la vida, mientras el alma estéril le toma la palabra para hacer
realidad el empeño de ambos: sin que la muerte lo pretendiese, éste iría a su
encuentro final.
No hay comentarios:
Publicar un comentario