viernes, 22 de septiembre de 2017

Mermelada de Recuerdos (II): "En definitiva, felicidad"

Relato "En definitiva, felicidad", segundo de los relatos entregados por los lectores que desean preservarlos del paso del tiempo.

¿Quieres contarme tu recuerdo?
651597478


Estoy disfrutando de una música maravillosa, el 2º Concierto para piano de Sergei Rachmaninoff, tocado por una pianista de gran fuerza y, sin embargo, enorme delicadeza, Yuja Wang.

Viene a mi memoria una noche maravillosa, escuchando este mismo concierto, tocado por Arturo Rubinstein. Yo estaba con mi hermano y su familia, en una casa que se había alquilado para el verano en la playa de Sopelana, hoy Sopela, Vizcaya.
Corría el cálido estío del 1964 ó 65, y con nosotros pasaba unos días, cierto pianista belga que había ido a Bilbao a tocar, creo que ese mismo concierto; organizado por Juventudes Musicales, de las que -a la sazón- era directora mi cuñada. Imaginábamos qué espectacular sería escucharle tocar en un gran piano, sobre las rocas de aquellos enormes acantilados, con el brusco sonido de las olas. Y el viento de fondo.
Por aquel entonces, dicho pianista marchó a Persia, a tocar en concierto privado en el palacio del Sha. Mientras, yo soñaba con, algún día, poder viajar hasta esos lejanos países de leyenda.
 Entretanto, disfrutaba de la presencia de quién -un par de años después- se convertiría en mi marido. Me había dado la gratísima sorpresa de llegar hasta aquí, a orillas del Cantábrico, desde Alicante, donde veraneaba con su familia. Una gran sorpresa que viniera, porque yo sabía que no tenía los medios para pagarse el tren que debía atravesar toda la península. Y, sin embargo, lo hizo.
Llegó hasta Bilbao en un camión lleno de melones. Tanto a mi cuñada como a mí, aquel gesto nos pareció romántico; y eso añadíale a lo que yo vivía un plus de satisfacción y, en definitiva, felicidad.
Era una casa preciosa, situada en el extremo occidental de la playa. Desde ella se tenía una privilegiada vista de toda la arenosa orilla.
También de los acantilados que la encuadran; rocas grisáceas, cubiertas por un frondoso y verde manto de pasto y zarzas. Algunas tardes, paseando, de esas zarzas sacábamos una considerable cosecha de moras, postre para la cena.
Como si pudiera saltar sobre la larga calzada del tiempo, veo de manera real, como si los tuviera delante ahora mismo, a mi sobrino y un primo suyo de cuatro años; ambos, con las caras, manos y camisetas, completamente embadurnadas de mora; lila y dulce por todos lados. Sin embargo, con sus miradas, llenas de inocencia, nos dijeron que ellos no habían tocado ni una mora de las que había sobre el aparador. Recuerdo cómo, ante tal situación, no pudimos hacer otra cosa que echarnos a reír a carcajadas, que iban aumentando al ver sus caritas de sorpresa…
La casa, la hermosa casa, tenía una torre. Allí subíamos en esas calurosas horas de calma y siesta. A charlar, rodeados de intenso y agradable olor a mar, a aroma a marisco, a yodo, que podía llegar a ser muy profundo. Era una invitación a respirar con sumo placer.
Pasaron unos años, y el terrorismo de ETA quiso que, en esa misma casa, pusieran una bomba. Qué triste es que desaparezcan los vestigios físicos, reales, de los buenos recuerdos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario