Relato "En definitiva, felicidad", segundo de los relatos entregados por los lectores que desean preservarlos del paso del tiempo.
¿Quieres contarme tu recuerdo?
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Estoy disfrutando de una
música maravillosa, el 2º Concierto para
piano de Sergei Rachmaninoff, tocado por una pianista de gran fuerza y, sin
embargo, enorme delicadeza, Yuja Wang.
Viene a mi memoria una noche
maravillosa, escuchando este mismo concierto, tocado por Arturo Rubinstein. Yo
estaba con mi hermano y su familia, en una casa que se había alquilado para el
verano en la playa de Sopelana, hoy Sopela, Vizcaya.
Corría el cálido estío del 1964
ó 65, y con nosotros pasaba unos días, cierto pianista belga que había ido a
Bilbao a tocar, creo que ese mismo concierto; organizado por Juventudes Musicales, de las que -a la
sazón- era directora mi cuñada. Imaginábamos qué espectacular sería escucharle
tocar en un gran piano, sobre las rocas de aquellos enormes acantilados, con el
brusco sonido de las olas. Y el viento de fondo.
Por aquel entonces, dicho
pianista marchó a Persia, a tocar en concierto privado en el palacio del Sha. Mientras, yo soñaba con, algún día,
poder viajar hasta esos lejanos países de leyenda.
Entretanto, disfrutaba de la presencia de
quién -un par de años después- se convertiría en mi marido. Me había dado la
gratísima sorpresa de llegar hasta aquí, a orillas del Cantábrico, desde
Alicante, donde veraneaba con su familia. Una gran sorpresa que viniera, porque
yo sabía que no tenía los medios para pagarse el tren que debía atravesar toda
la península. Y, sin embargo, lo hizo.
Llegó hasta Bilbao en un
camión lleno de melones. Tanto a mi cuñada como a mí, aquel gesto nos pareció
romántico; y eso añadíale a lo que yo vivía un plus de satisfacción y, en
definitiva, felicidad.
Era una casa preciosa,
situada en el extremo occidental de la playa. Desde ella se tenía una
privilegiada vista de toda la arenosa orilla.
También de los acantilados
que la encuadran; rocas grisáceas, cubiertas por un frondoso y verde manto de
pasto y zarzas. Algunas tardes, paseando, de esas zarzas sacábamos una
considerable cosecha de moras, postre para la cena.
Como si pudiera saltar sobre
la larga calzada del tiempo, veo de manera real, como si los tuviera delante
ahora mismo, a mi sobrino y un primo suyo de cuatro años; ambos, con las caras,
manos y camisetas, completamente embadurnadas de mora; lila y dulce por todos
lados. Sin embargo, con sus miradas, llenas de inocencia, nos dijeron que ellos
no habían tocado ni una mora de las que había sobre el aparador. Recuerdo cómo,
ante tal situación, no pudimos hacer otra cosa que echarnos a reír a
carcajadas, que iban aumentando al ver sus caritas de sorpresa…
La casa, la hermosa casa,
tenía una torre. Allí subíamos en esas calurosas horas de calma y siesta. A
charlar, rodeados de intenso y agradable olor a mar, a aroma a marisco, a yodo,
que podía llegar a ser muy profundo. Era una invitación a respirar con sumo
placer.
Pasaron unos años, y el
terrorismo de ETA quiso que, en esa misma casa, pusieran una bomba. Qué triste
es que desaparezcan los vestigios físicos, reales, de los buenos recuerdos.
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