El cielo de mi tierra
también se oscureció. Una mañana, ¡qué mierda importará qué día era!, por
alguna razón que ignoramos, el día amaneció roto. Quiero decir, falto de luz.
Tan escaso de luz, que el día, en sí mismo, pareciera tener tres cuartas partes
de noche con luna preñada. Algunas voces, poéticas y llorosas, hablaban en
gemidos, clavando los puñales de sus rodillas en el negro asfalto, clamando al
cielo. Plegarias, diría Maruquita, la
de San José, viuda de Rafael, padres de un querubín.
La fiesta se acabó, sentenció uno de los viejos que recorren Las
Canteras de cabo a rabo. Ambos, Maruquita y el viejo, estaban en lo cierto; no
había sino que perder la vista hacia el horizonte. La realidad era más clara
que el día: el cielo quebrado, marchito en variados grises y violetas, como un
pobre neón presto a apagarse, día triste y vestido de viuda.
Ignoramos qué dios fue el
que, lentamente, con el pasar de los días, extendió sobre la cúpula del cielo
un negro mantón de bordados que, al llegar la noche, muestra sus brillantes
diamantes.
Lo que sí sabemos es que,
desde hace unos nueve meses, cada semana que pasa, sus días han ido perdiendo
brillo. Hay sol, se intuye tras esa atmósfera de duelo y oscuras cenizas, pero
no hay chispa. Como si el astro rey fuese una lejana fogata que se extingue,
como humeante y candente rueda de incienso que se deja caer sobre nuestras asustadas
cabezas.
Parece que el cielo hubiera
envejecido prematura y rápidamente. No soy el único que sospecha y teme que el
cielo se nos está mostrando como un paciente terminal. Se nos va, chicos.
Muchos a mi alrededor lo saben, pero todos callamos. Nos cuidamos de no asustar
a los niños.
Y cuando volvemos la mirada
al cielo, decrépito y podrido, las penas recorren –veloces- tu espina dorsal,
aspiras el aire que necesitas de consuelo, y recuerdas cuán intenso llegaba a
ser el azul cielo que abriga a Lady Harimaguada. O las millas de bóveda celeste, brillante y caliente, que alcanzas
a ver sobre la Plaza de la Victoria camino de la playa. Y lo suyo es llorar,
derramar los estériles pesares que nos ahogan por dentro, al reconocer que,
ahora sí, nada volverá a ser lo mismo.
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