viernes, 17 de noviembre de 2017

El último aliento de Cora James (II)


Las viejas mansiones en la desembocadura del río Connecticut, en el estrecho de Long Island, se conocen de toda la vida. La propiedad de Cora James linda con la de las supuestas vecinas lesbianas. Así es como ella las nombra. A su juicio, la que fuera una prometedora y soleada mañana primaveral, inevitablemente, se había convertido en una amargura, por culpa de una de las vecinas lesbianas; Margue Peabody, para ser exactos.
-Margue, no le permito que se inmiscuya en mis asuntos. Tenga usted un buen día –dijo, como hachazo certero, Cora James al despedirse de su vecina en la linde que separa sus propiedades. Ya de espaldas, a paso rápido, el pequeño y ágil cuerpo de aquella octogenaria mujer, marcha hacia el porche de la casa. Va despachando maldiciones a diestra y siniestra, mientras zarandea el ramillete de flores frescas que lleva entre las manos.

En lo alto de los cinco peldaños de piedra que unen el jardín con la magnífica residencia de ladrillo blanco, Agnes, ama de llaves, secretaria y amiga de la Srta. James; con unos -nunca confirmados- noventa años, goza de una mala salud de hierro, aunque cada día su cabeza parece más ausente.
-¿Qué le ha molestado ahora, Srta.?
-¡¿Qué va a ser?! ¡Esa petulante Margue Peabody! Nadie va a decirme a estas alturas cómo debo cuidar mi jardín… Toma. Pon estas flores por ahí y preparémonos para ir al pueblo.
-¿Al pueblo? ¿Ahora?
-Sí, querida. Quiero comprar unas cosas. No seas quejica, anda. Por cierto, ve al invernadero y coge el maldito insecticidas y tíralo a la basura.
Media hora después, las dos ancianas subieron a un viejo coche y se perdieron en la carretera, con destino al mediodía y el afable pueblo de Old Saybrook, listo para recibir a Nando, quien ha logrado hacer, sin perderse, el recorrido en coche desde Nueva York.
Aparcó frente a la entrada de la propiedad, a las afueras de la población. Y advirtió el mítico cartel, en pintura roja, alertando de la presencia allí de una vieja gruñona. Un escalofrío, característico de frikis e idólatras, recorrió el cuerpo de Nando.
 Extrajo su móvil y buscó una imagen entre mil. Allí estaba, en blanco y negro, una fotografía que no parecía haber sido tomada cincuenta años atrás. Se divisaba la casa, alargado edificio de tres plantas, como una nube estampada entre verde césped y celeste cielo. Y el corazón del recién llegado galopó a toda máquina. Tomó aire y, una vez había complacido el fetichista deseo de todo fanático, tomó las riendas de su vehículo y regresó al pueblo.
Una confortable habitación en La Posada de Saybrook Point, un edifico amarillo canario con vistas al embarcadero, sería el centro de operaciones desde la mañana siguiente. El patronato del festival de cine había reservado en la posada por siete noches. Esos eran los días, ni uno más, de que disponía para cortejar a la vieja estrella de cine.
-Yo también te quiero, Helen… Sí, claro que lo primero que haré desde que acabe esta llamada será darme un baño caliente. Lo necesito. Sí, mi amor… ¿Cómo está Gloria? Pues dile que la quiero mucho. Y que, cuando regrese, la llevaremos a comer a Fataga, a ese sitio que a ella tanto le gusta… No veo la hora. Aunque esto es apasionante, mi amor. Lo sé, lo sé... Confío en lo que me dices, claro que sí, cariño. ¡Inseguridades fuera! Si tú dices que las murallas de Old Saybrook caerán gracias a mis dotes de persuasión, ¿quién soy yo para negarlo? Esa risa… Esa risa tuya me conquista…

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