domingo, 19 de noviembre de 2017

La Puerta (XII) La Caramela


I’m so free, de Lou Reed, era su canción. Porque Carmela, nacida Carlos, de nombre artístico La Caramela, siempre se sintió libre. Carmela nació con la llegada de la mayoría de edad, coincidiendo con la muerte del dictador. Desde entonces, la calle oscura, donde parió a La Caramela, dulce como una cereza. Consumía las madrugadas cerca del Puerto de la Luz, ocupando el lugar que la pobre Malena, aquella a la que un fulano de ojos verdes, como la albahaca, verde limón, dejó en su boca un gusto a menta y canela.

La Caramela estuvo en boca de todas; y en su cama con unos cuantos maridos de la vecindad. Se hizo una fiel clientela entre los hombres de la mar. Pero si por algo era Carmela conocida entre sus colegas, era por la tristeza de su generoso y maltrecho corazón; inhabitado patio por el que sólo pasaron unos pocos egoístas.
Uno de ellos, muy discreto -al que conoceremos como el legionario-, el muchacho que le dio un calvario de infelicidad, se veía con Carmela tras cada cita con su novia. La pobre, que aún no ha perdido toda la inocencia, cree que no es sólo un asunto de sexo. Al cabo de los meses, Carmela empieza a regalar dinero al militar. De ese modo pretende comprar el tiempo que le permita cautivarlo. Pero, ya entonces, él ha decidido que aquella grotesca criatura debe salir de su vida.
Sábado soleado en Las Palmas. Año 1983. Lo último que se supo de Carlos Hidalgo Machín, de 26 años, es que quedó con uno de sus clientes en la salida norte de la capital. Ahí se le pierde el rastro.
Ahora viene lo bueno. Sé dónde está Carmela. Ella misma me lo confesó cuando regresó de la muerte: Se parte de Punta Pata de Palo. Hay que dar 40 kilométricos pasos al oeste de Risco del Tuerto. Tres brincos y un resbalón en el Río del Cocodrilo. Después, al norte, uno, dos, tres, voilà, El Árbol del Ahorcado. Ahí, a la sombra del castaño, reposan los restos de la pobre criatura.
La prensa explotó la desaparición de La Caramela como sólo ella sabe hacerlo. Una brasileña ocupó el lugar de trabajo de Carmela, los años pasaron y el velo del olvido lo cubrió todo.
La ciudad creció al recibir el nuevo milenio, y el legionario dejó de serlo y prosperó. Él se pulió, sin derroche, todo sea dicho, y casó con una niña rica. El negocio familiar se multiplicó en sus manos, y donde hay dinero florecen los políticos. Así que el buen señor abrió partido político de centro, o sea, de derechas de toda la vida. Y allí chanchulleó como el que más. Dinero y poder, envueltos en torno a la carismática figura pública de este modelo ciudadano.
Pero el pasado, vivo –como parece estar-, tocó a la puerta de la formidable mansión que el honorable Don Pedro, se había construido donde se obtiene la mejor panorámica de la capital.
Las castañas del olvidado Árbol del Ahorcado forman un cálido manto otoñal que cubre la última morada de Carmela. ¿Pudiera ser -cosas más sorprendentes he presenciado- que, a la sombra de aquel castaño, un tímido y sentido llanto, consumido por la tierra que entra por la boca, brotara del suelo de polvo y arcilla, como lo hacen el calor y el frío, logrando alcanzar la morada de la República de los Cielos? Tendría sentido.
Porque Carmela fue una de las personas que volvió de la muerte. No sólo eso; volvió de la muerte con la misma muerte en sus manos, hasta derramarla roja y cruel sobre su asesino.
El pasado, los lejanos tiempos en que nuestro hombre, siendo legionario, acabó brutalmente con la vida de su amante, había vuelto.
 Sábado soleado en Las Palmas. Año 2019. Lo último que se supo de Don Pedro fue que sufrió un asalto en su casa. No hubo robo, sino secuestro. Ni una maldita pista, se dijo. En efecto, nada que hiciera sospechar que una crepuscular había acabado con su vida.
Ahora viene lo bueno. Sé dónde está Don Pedro. Carmela me lo confesó, expresamente, para este relato: Se parte de Punta Pata de Palo. Hay que dar 40 kilométricos pasos al oeste de Risco del Tuerto. Tres brincos y un resbalón en el Río del Cocodrilo. Después, al norte, uno, dos, tres, voilà, El Árbol del Ahorcado.
Me dicen que bajo el negruzco cielo del Puerto de la Luz, al caer la noche, las expertas maestras del sexo cantan versos que hablan de La Caramela, que con puñales de espanto y vidrios rotos, llenita de hambre y sed de justicia, malquerida de todos, también de la furcia de jurídico nombre, tomó diente y tomó ojo.
El Árbol del Ahorcado. Allí, a la intemperie y expuestos a las alimañas, quedan el carozo, las astillas y las cáscaras de un impostor. Cierto y justo.

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