Lo que quedó de las
navidades se celebró en las pobres islas afortunadas con entusiasmo; cualquier
ocasión se convierte en la perfecta excusa para el jolgorio. Las calles, ahora
sin vehículos en circulación, han comenzado a reverdecer. Ocurrió en la pasada
primavera.
Mesa y López, nocturna, luce
entre penumbras y Deck the halls. Si
hay que escucharla, mejor Nat King Cole. Y de todas sus esquinas, la que
colisiona con una ventolera criminal en Calle Galicia. Antes de la serie de épicos
desastres que redujo nuestra civilización al polvo y los escombros, y dejó a
los isleños sin apenas comunicación exterior, hubo allí una librería muy
popular.
En aquella acera, junto al vendedor de castañas asadas que perfuma de
anís la avenida, entre el tumulto que se dirige a la avenida de Las Canteras,
tenemos a Daniel P.G., 27 años.
Siempre fue un buen tipo; un
buen tipo, corriente, sufrido y responsable. En aquellos días que ya no
volverán, Daniel dividía su tiempo entre los estudios, familia y novia; y el
trabajo, como empleado explotado en uno de aquellos establecimientos en los que
se servía una deliciosa comida basura.
Begoña y él comenzaron a
salir en la época del instituto. Ella tocaba el violín, su tez era morena, sus
labios de un intenso rojo, y bebía los vientos por Daniel. ¿Qué más se puede
pedir? Tiempo.
El chico desearía tener más
tiempo. Pero el diagnóstico en el Hospital Negrín puso una fecha aproximada a
su muerte. Quisiera decir que superó con creces esas nefastas previsiones, pero
no puedo mentir. Acudió puntual, como siempre había sido, a su cita. Está
enterrado en un nicho del Cementerio de San Lázaro. Si una muerte así,
temprana, tan prematura que son puñales de agonía, arrasa por todo como un
alud, ¿qué habría de provocar su regreso a la vida, cuatro años después? Una
estampida.
Las estampidas las originan
los monstruos.
En el infierno, los
monstruos son aquellos que afirman que la verdad nos hará libres.
Quienes te acusan del crimen
que has cometido, el que creías que nadie había visto, son monstruos. Hay
padres, como los de Daniel, que no ven hijos, sino monstruos que, al parecer,
mientras permanecían muertos, observaban lo que acontecía en el infierno.
Noche navideña en el
infierno; frente a donde una vez hubo una librería mítica, Daniel P.G., crepuscular e incómodo con ello,
estático, tratando de entender la psique del mundo al que ha regresado.
Queriendo dejar atrás el abatimiento, la miserable sensación de abandono. Se
cree capaz de llegar a entender qué demonios se esconde tras esa palabra que no
deja de rondar, una y otra vez, las noches de su cabeza: Dokkalfar… dokkalfar…
Se siente audaz, y capaz de
llegar a entender qué demonios hace una misteriosa Puerta en cada casa, en
todas y cada una de las benditas casas de este maldito mundo. Una Puerta que
Daniel P.G. tratará de abrir.
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