La primera vez que Daniel
P.G. tuvo contacto con el más allá, fue con catorce años. La bruja de su abuela
aún reinaba en la centenaria casona familiar que se levanta en plena Vegueta. Y
hasta allí fue el pequeño Daniel, con el triste objetivo de prestarse a ser el
blanco de las habituales crueldades de la vieja. Nadie apostaría que la
adorable anciana que, religiosamente, cruza la calle con su silla de ruedas
para ir a misa, es un bicho de la peor especie. Que le pregunten a sus
agradecidos pobres, a los que no descuida ni en fiestas de guardar. La adoran.
Idolatran a la dulce Doña Marta, esa minúscula criatura de porcelana sobre
ruedas, que parece que se va a romper de un momento a otro.
Daniel fue, hasta esos
catorce, el constante mensajero de su madre, enviado allí para recibir la
limosna que permitiera a la familia llegar a fin de mes. Doña Marta jamás ha
aceptado a la mujer que su hijo eligió para ser su esposa.
Lo realmente importante es
que Daniel P.G. nació para ser involuntario mensajero, a cadena perpetua, por
los siglos de los siglos. En el pasado daba las malas nuevas al fósil de su
despreciable abuela. En la actualidad, ante todo su pueblo, el chico es uno más
de los miles y miles de recaderos del más allá, correos de sólo dios sabe qué
mundos.
La amarga visita de aquel
pibe de catorce años a la, aparentemente venerable Doña Marta, coincidió con
una de esas tormentas que, por ser pocas y muy escandalosas, son memorables.
Levantabas la mirada a los riscos y veías,
iluminada con el plomo que explota en los cielos, la silueta de la ciudad.
El niño llegó empapado. Ni
una toalla, oiga. Lo recibió en el más pomposo y recargado de sus salones. Le
esperaban tres galletas y un mustio vaso de leche fría. Todo ello,
generosamente aderezado por un enorme racimo de reproches de la más baja
estofa. ¡Vaya lengua de víbora tenía la hembra! Metida a fondo en la regañina,
caída eléctrica. Cerillas, candelabro; se hizo la luz. Una luz distinta para
los ojos de Daniel. La iluminación se redujo, y la tez de la abuela Marta
adquirió un tono más marmóreo del habitual. Su represora voz se entremezclaba
con la bronca percusión que rompía la ciudad de arriba abajo. Y cae el diluvio
en el patio de la casa.
El diluvio se quedó mudo.
Literalmente. Cesó todo sonido. Pero el agua siguió cayendo a cántaros. Sólo el
niño pareció darse cuenta de lo que había ocurrido. La abuela no interrumpió su
discurso. No, al menos, hasta que surgió la luz. Una inesperada luz que comenzó
a brotar, bajo una puerta, como un naranja manantial que tiene vida e
inteligencia propias.
Y la luz, como una pella amorfa
y con vibraciones febriles, con zumbido de grueso aguijón y lengua de vinagre
de manzana, comenzó a moverse, arrastrándose lentamente por la moqueta, rozándola
con sus escamas y antenas, sin que provocase ni un solo ruido. Y, sin embargo,
pareciera que de esa luz hubiera partido una atronadora voz que ha paralizado
al chico. Quiere moverse, pero no puede.
Es inútil, Daniel.
Cualquiera que haya soñado con la pella de luz, sabrá que todo esfuerzo por
alejarse de esa fuerza que te atrae es en vano. Pero él lo intenta.
-¡¿Qué te sucede ahora,
niño?!
-Esa cosa… -balbuceó
señalando al suelo.
Y la luz serpentea. Y la
doña trata de afinar la vista. Y también ella es testigo de aquel misterioso
suceso. A diferencia de Daniel, no se asusta con lo que ve. No. Sonríe y mira
al techo.
-Ave María, bendita tú eres…
Daniel no puede creer lo que
está viendo. Realmente, acabará creyéndolo. Más difícil lo tendrá para entender
cómo aquella luz lo había paralizado con ojos de jineta y hocico de rata.
Partió de la puerta… Va directa hacia la abuela, pensó.
En efecto, la luz se plantó
frente a la silla de ruedas de la anciana, desapareciendo a medida que se
concentraba bajo ella. Luego, un resplandor sordo envolvió a Doña Marta.
Y la parálisis desapareció
del chico.
Toda la experiencia debió
durar aproximadamente un minuto. Con el resplandor final regresó el sugerente
sonido de la lluvia en el patio. Y con la lluvia de cortina, se dibujó la risa
perturbada y nerviosa de la vieja de la casona. La mujer agarró la silla como
si sus puños blandieran pesadas espadas. Y, sin apenas esfuerzo, se levantó del
obligado trono desde el que había reinado desde la juventud. Desde el mismo
momento en que, montando a caballo, confundió a un corcel liberto con un débil
penco. El abuso de la fusta trajo el resto. Inoperable.
Setenta años después, sus
pies andaban robustos. Y los ojos de Daniel, paralizados, como dos afilados
anclas, cayeron sobre la imagen de aquella vetusta Marquesa de la Impostura, que hace la señal de la cruz y murmulla
sus versos satánicos.
Daniel abandonó la casa con
las patas que le llegaban al culo. Y no habló con nadie de lo sucedido. Hizo
bien. Nadie, absolutamente, nadie le habría creído.
A la mañana siguiente, Las
Palmas amaneció como una niña linda, perfumada de salitre y vestida de azul.
Vegueta vio remozadas las piedras sobre las que se fundamenta. Y en la casona
de Doña Marta, Dama de Santa María de la Calumnia, en la cama, un cadáver con evidentes
signos de violencia. Unos ladrones entraron en la madrugada, robaron todo lo
habido y por haber, y cortaron el gaznate de la gallina vieja.
Daniel P.G. sabe lo que es
tener al demonio en la familia. Supo de la Puerta desde mucho antes que el
resto. Y no cree en los milagros. Ha visto lo que ha visto, y sabe que hay cosas
sobrehumanas, pero no necesariamente divinas.
¿Te vas a quedar sin leer el siguiente capítulo?
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